Fósforo En su fogonazo de azufre me aturde la nariz al prender la llama en la hoja seca. No puedo oler el jazmín de ese muro con el olfato envenenado ni al acercarme. No veo el azul de los cosmos entre la ceguera del humo suspendido. No siento la humedad de la pared en la espalda ni me cala el frío de las losas del suelo. No distingo los pinos del Jabalcuza ni llega el perfume de ellos, ningún aire lo trae por el arroyo seco. No veo el mar desde tan abajo no repta el sonido de las olas. En el pueblo, no hay pasteles donde Mari Carmen, y en su mostrador de aluminio un niño clama golpeando una moneda. Oigo desde las azoteas que miran a África las campanillas del timbre de una bicicleta que pasa, las hojas quebradas y la tierra de los surcos por donde rueda. Las sillas de las terrazas tienen el color del otoño el mismo que las cazuelas pintadas, el de los platos de barro. Mano que se quema en la modernidad de un tiempo
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A Jorge
(A Jorge, que inaugura este blog) S iempre anda uno pensando en qué le va a regalar a aquel a quien acaba de felicitar en su día de cumpleaños. Un regalo compartido, la visita a una tienda de ropa en la que poder encontrar algo que le guste, un objeto relacionado con alguna de sus aficiones, … y finalmente, quizás algo desposeído de emoción. Hoy cumple años Jorge, y me alegro de recordarlo, y de recordar al mismo tiempo como ha pasado a formar parte de la vida de uno. Con el paso del tiempo se va aprendido que lo realmente valioso de la vida lo constituye la gente que conoces, en unos casos para huir de ellos, y en otros para alegrarte de verlos y compartirla. Jorge llegó como una hoja de otoño que cae, imperceptiblemente, y con esa mirada de asombro de quien al verlo sabes que tiene detrás de unos ojos grandes una inteligencia que los gobierna, y un corazón calentito al que da gusto arrimarse. Jorge vino como las partículas incrustadas en el aire de un mi
Fosforito
Fosforito Canta, enrojecido, para sacar el mal y meternos la pureza dentro. Una escultura de piedra, con las palmas congeladas, en Alhaurín me han puesto. En casa, me siento con las rodillas separadas con la espalda adelantada, preparando lo que será el estruendo de una palmada ya no me toco las palmas, ya no me estallan. Relucen las escamas de los boquerones crudos de Málaga infectan de humedad los dedos, me los acerco y los huelo. Los observo. Con el silencio, la voz se hace muda para mirar; en una penumbra de la casa retrocedo hasta el cabello de la hija de mi hijo, hasta sus ojos de tierra, y siento en un recuerdo sus manos en mi cabeza. Camino por las rayas discontinuas de la carretera evitando los bordillos altos y falsos, prefabricados, hasta llegar al huerto. Me agacho para abrir el portón, que siempre choca con la parra. Allí, en mi silla desvencijada por la intemperie dejo mi cuerpo pesado. P
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