Fósforo

En su fogonazo de azufre
me aturde la nariz al prender
la llama en la hoja seca. 

No puedo oler el jazmín de ese muro
con el olfato envenenado ni al acercarme. 
No veo el azul de los cosmos 
entre la ceguera del humo suspendido.

No siento la humedad de la pared en la espalda 
ni me cala el frío de las losas del suelo.
No distingo los pinos del Jabalcuza
ni llega el perfume de ellos,
ningún aire lo trae por el arroyo seco.
No veo el mar desde tan abajo
no repta el sonido de las olas.

En el pueblo,
no hay pasteles donde Mari Carmen,
y en su mostrador de aluminio 
un niño clama golpeando una moneda.
Oigo desde las azoteas que miran a África
las campanillas del timbre de una bicicleta que pasa, 
las hojas quebradas y la tierra de los surcos por donde rueda. 

Las sillas de las terrazas tienen el color del otoño
el mismo que las cazuelas pintadas,
el de los platos de barro.
Mano que se quema 
en la modernidad de un tiempo 

que es de plástico recalentado. 

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